Acudí a terapia porque después de 7 años de intentar incluírme en la sociedad catalana como inmigrante uruguaya, con muchísimo esfuerzo (depresión incluída). Cuando por fin creía que lo había logrado sufrí una desilusión muy grande respecto al grupo de amigas que creía haber formado. La descontención y el miedo que me causó la repentina toma de conciencia acerca de mi soledad se parecían mucho a la depresión que había sufrido por el desarraigo, y seguramente habrían desembocado en una segunda depresión aún más fuerte que la primera si no hubiera sido por el EMDR. En las sesiones pude viajar a las raíces de los sentimientos que me bloqueaban y ponerme de nuevo en movimiento. Pero no sólo eso, sino que además aprendí a gestionar las situaciones que se me iban presentando con más libertad de pensamiento, ya que mi presente no estaba ya ligado a las mismas experiencias negativas de mi pasado, o al menos no hasta el grado de condicionar mi capacidad de respuesta. Lo que más me gustó fue que este trabajo que con otros métodos puede llegar a ser dolorosamente removedor, largo o tedioso, con el EMDR se transita de forma lúdica, clara e ilustrativa. Uno puede verse como en una peli y sentirse acompañado por sí mismo tal cual uno es en la actualidad. Entonces se descubre lo importante que es el ser presente, mi yo presente me rescata de los recónditos lugares donde me había quedado llorando, o asustada cuando era niña, bebé, feto o simplemente la idea, la unión de madre y padre, o de sus madres y padres... Pero me rescato yo a mí sin desmembramiento, sin exceso de verbalización, pero con profundidad y cabalmente. Claro está que en esta vida no existe elixir para la eterna felicidad y somos tan abundantes en sentimientos y pensamientos que siempre quedan cosas en el tintero. Pero liberarse de esos sentimientos que nos han acompañado toda la vida doblegándonos y nublándonos la visión de las cosas es el acto más digno que podemos hacer como seres humanos.
Sheila